Soema Montenegro
- Ignacio Blanco
- 10 jun 2017
- 9 Min. de lectura

“No hay nada que unx no sea y se refleje en su trabajo”
En algún momento de su vida, una gran mujer latinoamericana compartía palabras, devenidas en enseñanzas, con ella. Los tiempos de aldea se fueron cementando a medida que las jaulas de ladrillo se colocaban una encima de la otra. Y aunque los estruendos de la revolución industrial trataron de economizar todo lo que significa colectivo, las prácticas remotas siguen sucediendo en la misma magnitud de efectividad. Aquel día, esta otra gran mujer – cual sabia de tribu – traspasaba revelaciones, hacia mí, a través de la oralidad. La diferencia entre cantante y cantora no se reduce a simples artilugios del lenguaje, sino que devela planos de responsabilidad y espiritualidad. De generación en generación, el folklore se construye con el/la otrx, regando las raíces de la tradición. Sé que en algún momento regalaré aquellas palabras con lxs míos. A partir de aquí, este escrito empezará a cumplir su cometido.
El sonido del tren Sarmiento sigue haciendo los mismos juegos vocales que me enseñó mi papá cuando viajé por primera vez en aquel monstruo. El sol se volvía tímido, como en cada otoño, a medida que me acercaba a Ituzaingó, provincia de Buenos Aires. No existe nada más lindo que la calidez de un hogar, el olor a mate y unos bizcochitos – para entretener al estómago – en tiempos de bajas temperaturas. Tal vez fue su música la que me auguró que así mismo iba a ser. Es que hay mucha familiaridad en las creaciones de Soema Montenegro. Una cosa conectada con lo lúdico y la niñez, el arrullo y la maternidad, la fuerza y la hermandad, el pasado y el presente. Con esas cualidades, unxs desconocidxs pudieron acercarse entre ellxs, prevaleciendo toda idea de igualitarismo y circularidad, en épocas de temor al par.
“Mis papas tenían un almacén. Entonces, toda la gente, después de venirse de capital de laburar, se iba al almacén a comprar. Pero en el verano, se tomaban una cerveza porque no había un bar. Iban los señores y las señoras a tomar mate y se terminaban quedando en la casa de mis viejxs, en la vereda que había arbolitos y banquitos. Había una cosa de mucha gente, de muchos lugares, contando sus historias y anécdotas. Esa añoranza del lugar que se dejó; eso es el folklore: lo que comés, lo que vestís, tu idiosincrasia y reconocerse en esos lugares”, cuenta Soema y pienso que reprodujimos el mismo acto que recuerda. Conglomerados de memorias que forjaron lo que es hoy.
Me es muy difícil decir que Soema Montenegro desplaza su música sobre el folklore. Claro que, de seguro, es base primordial en sus vibraciones. Pero hay otras vertientes que amarran los vericuetos latinoamericanos, que terminan de delinear todo el universo, donde uno no sería sin el otro. “Desde chiquita fue una necesidad y un placer por cantar. Empecé a escribir cuentos cortitos, pero el fuerte siempre fue escribir poesía. Tuve un momento, en la adolescencia, de leer y escribir un montón. Creo que ahí empezó ese momento de imaginarme cosas – la sabia, muy canchera, comienza a contar cómo fue el descubrimiento -. Quemarle la cabeza a mi papá para que me compre una guitarra, y, ahí, empezó otro viaje cuando apareció la guitarra como instrumento: la música. A los catorce años, como mis viejxs vieron que no paraba de tocarla, mi mamá dijo que estaría bueno que vaya a algún maestro. Pero yo vivía en Laferrere, al límite con Gonzales Catán, un lugar que, cuando yo era chica, era campo. No había profesores de música, no había club, no había nada. En ese momento, apareció en el barrio un señor que daba clases de canto y que enseñaba a tocar la guitarra y el piano. Imaginate que eso era la revolución”. Soema evoca a Oscar Molina con morriña. Como si hubiese sido el chamán que la inició en el camino de la sabiduría sonidera: “cantaba increíble, piel de gallina; de un oficio y una conexión con su voz increíble. No podías hacer otra cosa más que congelarte. Yo cantaba para mí, jamás cantaba delante de otras personas. Me daba mucha vergüenza, yo no vengo de una familia de músicos, no era natural – prosigue - . El venía a casa y me daba clases de guitarra. Un día me preguntó si yo cantaba. Me puse a cantar y me dijo que, a partir de ese momento, iba a darme clases de canto; la guitarra, vemos. Ahí empecé a escuchar el folklore. Algo de la conciencia sobre el sonido, la voz y el trabajo también”.
Es cliché decir que el alma se desenvuelve con el mismo mecanismo que la agricultura. Pero es cierto. Si una semilla de naranjo es arrojada a la tierra, es difícil que su árbol no de naranjas. Los suelos de Soema fueron cultivados por culturas del sur de América y a eso saben los frutos que reparte con su música y mensaje: la razón de ser Patria Grande y, por extensión, hermanxs entre todxs. “Mis viejxs son del litoral. Mi papá es correntino y mi mamá de Misiones. En mi casa sonó mucho el chamamé y esa música es, para mí, como un olor. El folklore siempre estuvo en mi casa y donde vivía había gente de todas las ciudades del interior y países limítrofes”. Nutrida de las historias y tradiciones, donde seguro vio reflejada su vida, sus sueños siguen tan latentes que la exploración jamás se alejaría de su razón de ser: “Escribo música latinoamericana porque siento que, desde la búsqueda, hay algo que puedo aportar. Me encantaría poder dejarle algo a nuestro cancionero”.
“Cuando aparece ‘Adivina’ es cuando pintó la locura. Eran tres locas que cantaban tiradas en el piso”, bromea Jorge, su pareja. Durante sus estudios, se comenzaron a conocer admirando los proyectos musicales que tenían por separado. Un poco de chamuyo, un poco de sonidos, un poco de inspiración. Porque la experimentación en la música los conectaba. Conscientes de que “no descubrían la pólvora”, admiten que “en un ambiente más académico o de descubrimiento era súper rico”. “Entonces, cómo con la voz y lo que uno hace puede llegar a encontrar su propia singularidad – prosigue Soema -. Y para mí, eso era un desafío y me parecía maravilloso estar en ese espacio”. La resignificación del género, por parte de Montenegro, se basa en la indagación constante. Una forma que empezó a gestarse con la formación del trío ‘Adivina’, exclusivamente de improvisación. “Entrenábamos con la voz pero tomábamos clases de diferentes disciplinas en función a ella. Cuando uno trabaja con otros lenguajes, hay algo que se empieza a abrir. Hay algo que tiene que ver con el mandarse, que está buenísimo, y se va perdiendo. Uno está todo el tiempo recuperándolo; esa cosa fresca de probar. La música te pide determinado salto o grito. No pasa nada con probar”.
En las canciones de Soema Montenegro conviven todas las definiciones de libertad que podamos imaginar. Pero aquí, el hecho de ser libre está más arraigado a la idea de liberación. La libertad puede ser condicional; la liberación surge de una necesidad visceral. “Los cantos expresan algo. Hay cantos de gratitud, de deseo, de siembra, de semilla, de cosecha. Son expresiones. No tienen una limitación o idealización estética de cómo tendría que ser. Es. Cantamos. Punto y listo”, y en cada uno de sus temas puede sentirse esa exteriorización. Pica Pao es el ejemplo más claro dentro de su abanico: “estábamos grabando y me hacían reír. Se empezaron a sacar la remera. Cada vez que levantaba la vista, los veía con una prenda menos. Era muy gracioso porque quedaron en calzoncillos atrás en la cabina. Tiene un espíritu esa música que no podía cantarlo tranquila. Tenía que levantar energía y lo juguetón que tenía el tema”.
Colgados; como cadenas muñequeras; sócalos de cualquier dispositivo devenido en fisonomía humana. Los relojes vigilan la individualidad. Efecto hipnotizador, las personas imitaron sus vidas al movimiento cíclico de las agujas. Responsables de nuestra encarcelación, dejamos nuestros cuerpos permeables a los caprichos del tiempo tirano. Panóptico abstracto que termina controlando cada presente constante, pujando contra cualquier tipo de impulso. Correr -¿hacia dónde? – al ritmo de la polis nos llevó a perder registro de que nuestros pies también tocan la tierra. “Me parece que en las ciudades, al estar tan enajenadas, vamos aprendiendo a consumir otras cosas y tener necesidades que no son propias; aprendiendo a querer ser algo que no somos, empieza a generarse un vacío. Y cuando uno empieza a tomar estas músicas, en su estado más genuino y humano, uno se empieza a encontrar- reflexiona-. Entonces, los que vivimos en la ciudad, necesitamos que nuestra música tenga un corazón, un cuerpo real. Tal vez esa sea la necesidad que nos pasa a todos: estar en contacto con otras cosas. Por ahí, si uno vive en departamento, necesitamos encontrar esos espacios porque algo de nuestra condición se empieza a achicar y la música permite esa expansión”. Sonidos emergen desde el suelo y logran purificar ciertos menesteres humanos. Pues los sonidos que hicieron a nuestra identidad fueron conquistados por aquella invención mercantil y tuvieron que conformarse con asentar sus vibraciones en los pueblos. Soema, absorbe los pulsos latinoamericanos y los resignifica en un nuevo escenario. Tal vez, la metamorfosis del folklore conlleve a afianzar una filiación que hoy se diagnostica como híbrida. Y Abuelas resguarda esos ecos: un poco de campo, un poco de muchedumbre citadina.
“Si uno hace lo que hace con amor, es lo mejor que va a hacer y nadie puede reemplazarte en eso. Ese es el lugar enfermo en el que el mundo vive. Es lo que genera la guerra y la xenofobia. Es terrible que haya existido un holocausto, guerras mundiales, tantas dictaduras en Latinoamérica y que, todavía, haya un Trump que quiera hacer un muro. O que, en Argentina, la gente diga que tales vienen a sacarle el trabajo a alguien. ¡Nadie le saca el trabajo a nadie!, no existe eso. Es una hipocresía que no sé en qué está fundada. Me duele que exista la trata de personas, que todavía haya esclavxs. Ahí está el punto: a qué le tenemos que cantar, entonces. Habrá que hablar de estas cosas. Habrá que cantar, pero no para ponernos tristes sino para hacer conciencia. Sino, ¿qué es hacer música de sanación si yo solo estoy en un lugar donde no entro en lo profundo de algo? Existe esto y está enfermo. Hay que curarlo”.
De la mano a este proceso, las voces femeninas comenzaron a trascender desde otros lugares. Como si la madre tierra las hubiese elegido para transmitir un legado: “Hay un crecimiento de las músicas de mujeres. Hay muchas mujeres muy grosas. Sofía Viola es un mar de composición y con Luciana Juri se te cae el cerebro escuchándola en vivo. Yo compartí escenario con Susana Carabajal que canta chacarera, pero es lo más rockero que vi en mi vida. Hay mucha fuerza”. Lila Downs y su Dignificada, Miss Bolivia grita Paren de matarnos, Paloma del Cerro le canta a Todas las mamitas del mundo, Ana Tijoux es Antipatriarca y más mujeres - como Charo Bogarín, Rebeca Lane, Sara Hebe, Mariana Baraj, Natalia Lafourcade, La Yegros – mueven los engranajes de naturalizaciones erradas. En Niña, Soema se suma al barullo musical: “Las mujeres estamos llevando una voz diferente y eso es lo que se destaca. Es un momento histórico en que las mujeres necesitamos otro nivel de expresión llevado a todos los niveles. La voz es parte de nuestro cuerpo y de la identidad. De lo que se dice, lo que quiero expresar y lo que quiero que quede asentado”.
Es inexplicable la sensación de sentir los golpes de las fichas mientras van rebotando en el suelo de tus pensamientos. Una clarividencia en cada palabra, extensiones de sus canciones y danzas de sus sonidos. Todo acompañado de unas guitarreadas frágiles y cánticos, de Jorge y su hija Amaru, provenientes de, supongo, alguna habitación de la casa. ¿Ven a lo que me refería sobre la lactancia cultural? No hay forma de que no sanen ciertas lastimaduras, o de que no se reivindiquen ciertas prácticas y resonancias tradicionales, si el registro y la constancia fluyen en la cotidianidad.
Es cierto, no conozco a Soema. Pero dos horas de intercambio verbal puede que me liguen a su universo de por vida. Tal y como le sucedió a ella cuando conoció a Totó La Momposina y le reveló la distancia entre cantante y cantora. “La cantante tiene que asumir el lugar que ocupa, se entrena, tiene su vestuario, tiene una puesta de escena. Esa es su responsabilidad como artista. La cantora es la mujer que sabe hacer las cosas y que canta porque conoce esa experiencia. Eso me pareció muy sabio porque unx no puede cantar lo que no conoce. Unx no le puede cantar al fuego si no conoce el hacer fuego para hacerse la comida; si no conoces la tierra; si no conoces el amor; el dolor, el dolor es parte de la humanidad y gracias a eso uno crece. Porque sufrimos llegamos al límite de algo y podemos crecer y ser otro. Es un punto que necesitamos siempre recordar y nutrimos porque nos podemos volver frívolos”. Hay conexiones que suceden. Así sin más. Hay personas a las que la distancia puede alejarlas, pero las entrelaza un vínculo irracional que sólo conoce sobre unir. Es el hecho de ser lo mismo e iguales y que prevalezcan esas virtudes logradas desde lo más profundo de nuestra concepción. Donde sea que esté, cada vez que escuche a Soema Montenegro, no solo recordaré cada una de sus palabras sino que me sentiré en mi hogar. “Que es lo que quiero mover en realidad, que es lo que queremos generar desde nuestra conciencia y nuestro mensaje hacia la música y sobre todo la sensibilidad del otro en eso. Y bueno acá estamos, somos humanos, nada más”.
Comments